…y te diré qué clase de escritor eres. O con qué colega del gremio de la pluma, igual de chiflado que tú, deseas identificarte. O a quién admiras tanto como para citarlo al principio, dándole incluso una página entera, exclusiva, para que respalde lo que después declares en tu texto. O de qué otro autor te conviertes, aunque no haya sido ésa precisamente tu tirada, en coautor. O a qué gran celebridad te pegas para darte caché de intelectual, trascribiendo alguna de sus frases más impactantes.
Todo ello pareces insinuar en ese toquecito decorativo (vaya: en la cereza del pastel) que es el epígrafe de tu obra. El epígrafe como tu retrato complementario (diríamos ahora: tu selfi), tu desdoblamiento, tu trasunto, tu álter ego. Y hasta podrías suprimirle el álter para reducirlo a tu ego. Porque en el fondo, de manera virtual, tu epígrafe bien puede equipararse con una autocita.
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Hablo en singular: un solo epígrafe, puesto que así lo acostumbran casi todos quienes practican dicho recurso en cualquier género literario, desde la crónica periodística hasta la novela, y no se diga el ensayo. Pero también, por supuesto, pasa lista de asistencia la gente escribidora que consigna dos o tres. Una muestra extrema sería Carlos Fuentes, quien tuvo la osadía de incluir un chorizo de cinco epígrafes, dos de ellos en francés, previos a La muerte de Artemio Cruz.
¿Leerán tus epígrafes? Ahí es donde la puerca tuerce el rabo. En el ya de por sí mínimo universo de personas lectoras hoy en día, son excepción aquellas que también ponen sus ojos en ellos. Los consideran un estorbo, un distractor, una información prescindible. Alegan que lo importante de veras es, si acaso, tu texto, no el de otros. Ignoran que pueden conocerte mejor, deducir con mayores bases, mediante la elección que hagas de cierto epígrafe, cómo piensas. ¡Ay, si la lectura que realizáramos de un libro fuese integral, desde la primera hasta la cuarta de forros, desde la portadilla hasta la última página impresa, desde el epígrafe hasta (¿quién dice que no sirve?) el colofón!
De todos modos, si te nace, tú lánzate al ruedo con uno o más epígrafes. Y que le sirvan de aperitivo a los verdaderos sibaritas del leer como alimento espiritual. Al fin y al cabo no pasará de que los hagan a un lado del platón donde los serviste, de la misma forma en que nadie se come la yerbita de olor con que remata un chef su mejor platillo.
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