De ortografías y horrografías
Vozquetinta
A contrapelo de casi todos mis colegas correctores, sigo agregándole tilde al adverbio sólo y a los pronombres demostrativos éste,ta, ése,sa, aquél,lla, para evitar confundirlos con sus adjetivos homófonos o dar pie a lecturas equívocas. Y pongo excandidato, exgobernadora, exintegrante, para aplicar la lógica de que todo prefijo debe ser inseparable del vocablo al cual califica (nadie, en su sano juicio, escribe anti bacterial, bi lingüe, multi familiar, pre hispánico, post clásico, pluri étnico, re impreso, sub marino). Y minusculizo el presidente, el papa, la primera ministra, para no equipararlos a Dios, aunque eso se crean. Y me aferro a la grafía náhuatl (la etnolingüística quiere imponer nauatl, lo que incluso nos obligaría, por carecer de tilde, a pronunciarla como palabra aguda), para no tirar al caño una antigua escritura de uso generalizado cuya h muda, creo yo, la adorna sin estorbarle.
A propósito de lenguas indígenas (si quisiera presumir de ser políticamente correcto usaría la indebida muletilla lenguas originarias), no salgo de mi azoro cuando tengo en mis manos un libro escrito en cualquiera de ellas. Primero, me complace que al fin se le dé valor impreso a un idioma nacional distinto al hispánico; pero después, al revisar a detalle la obra, mi emoción se tambalea con interrogantes sin respuesta. Convengo en que haya fonemas necesitados de un signo auxiliar (diéresis, virgulillas, diagonales, guiones bajos) para representar su dicción adecuada. Pero, ¿por qué esa manía moderna de emplear la k y la w, dos letras que también son exóticas en la lengua cervantina?; ¿se pronuncian distinto la c y la u que la k y la w (al menos en náhuatl, hasta donde conozco, no); ¿qué se gana entonces con escribir akatl, koatl, Mexiko, masewal, siwatl, wexotl, en lugar de acatl, coatl, Mexico, macehual, cihuatl, huexotl, formas ortográficas a las que indígenas y no indígenas nos acostumbramos desde la infancia a verlas así?
Lejos estoy de considerarme un purista de la lengua. Además de amar el castellano en general, soy ferviente admirador del lenguaje popular de México, con todas sus virtudes y defectos. Odio, sin embargo, los moldes, los clichés, las ataduras lingüísticas. Y en eso se ha sumido el habla, no nada más callejera sino académica, tecnocrática, gubernamental, culturoide. Terminajos ampulosos pero vacíos, soltados sin recato alguno, muchos de ellos de aplicación impropia. Prototipo de tales aberraciones: evento. ¿Acaso se puede programar y organizar algo que es, como indica su nombre, eventual, casual, ocasional, fortuito? Y quién lo dijera: pese a ser una mala traducción del inglés, el susodicho ya está incluido en el tumbaburros académico como sinónimo de ‘acto programado y organizado’, acepción que contradice radicalmente la primitiva de ‘hecho circunstancial, suceso aleatorio’.
La horrografía da para mucho y quizá vuelva a ella en otra ocasión. Ojalá que, llegada ésta (la ocasión), sepa yo ventanear con tino a aquélla (la horrografía). Aquí mismo nos leeremos, sólo (salvo) que me quede solo (sin público seguidor) y nadie me pele ya como el columnista (con minúscula) que domingo a domingo suelta tantos exabruptos (¡ah, caray!, ¿debo escribir ex abruptos?).