El actual momento mexicano urge de un debate incluyente, potente en contenido e inteligente en calidad. De la compleja relación comercial y política con los Estados Unidos llevada al límite de la soberanía nacional, a la cotidianeidad del día a día de las y los mexicanos, con miedo en las calles o padeciendo la precariedad en los servicios públicos de salud, basta y sobra para ocuparnos, imaginar soluciones y resolver.
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Añádanse los temas de gran calado reiterados en los medios pero ajenos a la gran masa atrapada en su propia circunstancia: una reforma judicial en marcha, otra anunciada para modificar la normativa electoral y la conformación de los órganos de representación; un enrarecido ambiente para la libertad de expresión y el robusto paquete de novedades en el marco jurídico, entre ellas la inminente aplicación del nuevo Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares.
En ese escenario preocupante, de pronto aparece otro desencuentro de rápido eco en el espacio público, merecedor de intervenciones al más alto nivel y hasta tintes diplomáticos, cuando debiera ser un tema a resolver en el barrio.
Fu la remoción de un monumento el motivo de la discusión. Como en otras muchas ocasiones exhibe acciones emanadas del ejercicio de un mandato ciudadano, mal ejercido, contaminado de preferencias ideológicas y gustos individuales o presiones colectivos, incluida la cíclica flexibilidad para asumir la historia. Al final exhibe nuestra lejanía de la legalidad y la proclividad a las decisiones personales del poder.
De lo primero da cuenta la colega Melissa Ayala en su columna Esto no es solo sobre el Che y Fidel (El Universal, 20/6/25): “Nos hemos acostumbrado a ver ciertas decisiones como actos de voluntad política, no como actos jurídicos, como si lo único que hiciera falta para cambiar algo en el espacio público fuera tener una buena razón o una causa.
Pero en un Estado de derecho, eso no basta. […importa cómo se toman las decisiones, no sólo por qué se toman. Porque sin procedimientos, todo queda a criterio de quien tiene el poder en ese momento. Y eso no es gobernar, es improvisar”
Para lo segundo valen dos textos: La historia en ruinas. El culto a los monumentos y su destrucción, de Mauricio Tenorio Trillo (Alianza Editorial. Madrid, 2023). Dejo un par de sus reflexiones: “Ni el olvido ni el perdón hacen caducar a las infamias, pero se enciman con otras nuevas, y algunas ruinas del pasado van cambiando la intensidad del olvido y de la memoria con su inescapable materialidad y con el paso del tiempo. […] En general, los monumentos han implicado una gran discusión, si bien no necesariamente popular y democrática. […] Todo monumento nace un certificado de defunción: será ruina o será borrado, su materialidad artística e historiográfica lo expone a la intemperie del tiempo y de la historia.
El otro de Daniel Rico: ¿Quién teme a Francisco Franco? Memoria, patrimonio, democracia (Anagrama, Barcelona, 2024), aborda los efectos de las sucesivas Ley de Memoria Histórica (2007) y Ley de Memoria Democrática (2022) de España, respecto del destino de monumentos y símbolos del franquismo, y propone: “Potenciar el valor de discordia que aflora en un cuadro (o lugar) de historia entrelazada con un cuadro (o lugar) de memoria es la más segura garantía de realización del anhelo ilustrado de un patrimonio inclusivo y plural y la mejor forma de que los monumentos históricos contribuyen a fortalecer la cultura democrática.”
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Por cierto, en el hidalguense municipio de Santiago Tulantepec de Lugo Guerrero, se ha develado este fin de semana una estatua de toro. Sería interesante conocer el objetivo dentro del proyecto gubernamental de su ayuntamiento.
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