Aprendizaje perpetuo
Vozquetinta
¿Día del discípulo? También debería existir. Merece que se le escuche, se le tome en cuenta, se le homenajee. No con bailables folcloroides en el patio de la escuela, ni choros discursivos de las autoridades, ni siquiera con un punto extra en la evaluación final. Bastaría con invertir papeles: sentar durante horas enteras al profesorado en las duras bancas del salón mientras el alumnado le aplica un examen sorpresivo, o mientras repite como loro tediosas píldoras de conocimiento, o mientras tolera y aun propicia el bullying colectivo cuando alguien pregunte algo que ignore.
Un buen discípulo es el álter ego de un buen maestro. El buen mentor que no cayó en la vanidosa tentación de clonarlo, el que supo galvanizar fibras y músculos pensantes de quien presta atención a sus palabras, el que emociona y sacude y hasta divierte a la persona situada frente a él. El buen mentor consciente de no mirar por encima del hombro a su colegial y siempre dispuesto a ponerse en los zapatos del otro para caminar juntos. El buen mentor que arroja al averno aquella máxima clasista, tan extendida en mis tiempos estudiantiles: “El 10 de calificación es solamente para Dios; el 9, para el maestro; el 8, para el alumno más brillante… en el remoto caso de existir alguno”.
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Nada sencillo es ser pupilo, y eso bien lo sabe (o debería recordarlo) un educador. De cualquier nivel escolar, de cualquier tipo de institución académica, de cualquier medio socioeconómico, El discipulado es una vocación dormida, en permanente acoso por el mundo que lo rodea, el del éxito fácil o la banalidad; y nadie, después de la familia, más a propósito para despertar esa vocación que el destinado por la sociedad como preceptor del saber. Su misión es enseñar a tener los ojos abiertos, compartir experiencias y formas de razonar. Dar al educando herramientas de trabajo, armas de defensa, senderos de tránsito, en vez de simples datos, fechas y nombres descontextualizados.
Considero un orgullo ser discípulo de tiempo completo. No hay día en que la vida, mi mejor maestra, no me contagie algo de su conocimiento. La existencia misma como aula sin muros, abierta al análisis de las ideas, aplicando siempre el método que aprendí de tantas personas a las que reconozco su legado tutorial. Mi mejor cumplido para ellas es no renunciar jamás a ser su alumno.
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Por eso pido un día del discípulo… Corrijo: no, no un solo día, y peor si se impone en cierta fecha sacada de la manga, proclive al manejo mercantilista de regalitos, comiditas en restaurantes, engañosas felicitaciones con frases de cartón. Pido 365 días. Ni uno más, ni uno menos. Para festejármelos en la productiva compañía de mi libertad.