“Si vamos a poner nuestro inconsciente a dieta, ¿cómo preparar el menú? Bien, la lista podría empezar así: lea poesía todos los días. La poesía es buena porque ejercita músculos que se usan poco. Expande los sentidos y los mantiene en condiciones óptimas. Conserva la conciencia de la nariz, el ojo, la lengua y la mano. […] ¿Qué poesía? Cualquiera que le ponga la piel de gallina.”
La cita anterior es de Ray Bradbury, extraída de su libro casi autobiográfico Zen en el arte de escribir (1995). No soy yo, pues, el padre de tan culinario consejo, pero me lo apropio. Porque a mí, leer como acto poético me pone la carne de gallina. Porque así ejercito músculos que, de no distenderlos a diario, atrofiarían mis neuronas vitales. Porque el menú de esta dieta literaria lo conformo con un extenso surtido de comidas, desde el más corriente antojito hasta el más elegantioso platillo de gourmet. Mi nariz, mi ojo, mi lengua, mi mano (se te olvidó el oído, Ray), son conscientes de ello.
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(En poesía me declaro miembro honoris causa de la Irreal Academia de Fanáticos Locos por la Décima. Me fascinan su estructura, su concisión, su musicalidad. A ella le erigí Y en el aire las compongo (2019), libro donde la definí como diez versos “rimados con alternancia, / temple, genio, resonancia; / donde se encuentran inmersos / microcosmos y universos”. Ahí le aclaré que “mi objetivo es trinitario: / que no siga recetario, / que no acabe en panacea / y que armonice la idea / sin ahogarla en lo precario”. Y ahí, a propósito de estilos, le advertí que “mi sazón está en el punto / de lo jocoso y lo serio”; que “a lo picante arrejunto / lo dulce del refrigerio / y la sal de mi criterio”; y que “así perfumo el sahumerio, / libero mi cautiverio / y no asfixio lo que apunto”.)
Si la poesía es alimento, ¿qué mejor aperitivo que una antología? Fue en una de ellas, el rechoncho Ómnibus de la poesía mexicana (1971), de Gabriel Zaíd, donde leí por primera vez la “Elegía” de José Gorostiza, aquella de “A veces me dan ganas de llorar / pero las suple el mar”. También, los “Temas” de Renato Leduc, con su “Va pasando de moda meditar. / Oh, sabios, aprended un oficio. / Los temas trascendentes han quedado, / como Dios, retirados de servicio”. Y no se diga el “Nocturno en que nada se oye”, de Xavier Villaurrutia, cuyo “y mi voz que madura / y mi voz quemadura / y mi bosque madura / y mi voz quema dura”, me inspiró para nombrar Vozquetinta a esta columnita semanal.
Y a todo esto, conviene recordar que la poesía ha de ser percibida, oída, sentida, no necesariamente entendida, por quien la lee. El mismo Bradbury sugirió: “¿Dice usted que no entiende a Dylan Thomas? Bueno, pero su ganglio sí lo entiende, y todos sus hijos no nacidos. Léalo con los ojos, como podría leer a un caballo libre que galopa por un prado verde e interminable en un día de viento” …
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